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La paz es una felicidad tutelada. La falacia sobre la que todos

construimos nuestra felicidad es la siguiente: la paz es lo contrario

a la guerra (que te violen, te maten, te coman, etc ...), si hay

guerra no hay felicidad. Si hay paz, no puede haber guerra, por tanto

(y aquí está la falacia por afirmación del consecuente), si hay paz,

entonces hay felicidad. Un juego de trileros de consecuentes y

antecedentes que en el fondo carece de sentido, porque la realidad es

que la paz no es lo contrario a la guerra, sino el uso de las

infraestructuras de guerra para el control social (control de la

reproducción mediante el patriarcado y de los intercambios de bienes

mediante la propiedad privada). Así, se perpetúa la batalla dentro de

la propia vida civíl formando clases o castas que se someten unas a

otras mediante el control de ese aparato de guerra al que hoy

llamamos Estado, que crea las condiciones de vida (y sus medios de

producción, como los llamaría un marxista) y el relato que las

legitima (la Historia, siempre escrita por y sobre los

vencedores).

Lo retorcido del concepto de paz es que se trata de una idea

profundamente impregnada de belicismo desde sus orígenes. Si vis

pacem, para bellum. La guerra como conditio sine qua non de la no

violencia debería ser un contrasentido, pero no lo es para nadie. La

paz debería ser autosuficiente, no un Estado de entreguerras para

convertirse en lo que Hegel denominó "páginas en blanco en los libros

de historia". Si la paz es lo que pasa cuando no pasa nada, es casi

más deseable la guerra, o al menos su mero horizonte de

posibilidad. De ahí el fascismo como eterna aspiración a la guerra

como modo único de hacer historia (que es lo que el fascista entiende

por hacer política). La paz también puede ser una paz fascista. La Pax

romana, arquetipo sobre el que se modela nuestro propio pacifismo, es

el ejemplo más claro. En La Paz Perpetua de Kant aún podemos encontrar

sus ecos.


Porque la Paz, tal como la aprendimos de los Romanos, no es otra cosa

que el uso de las herramientas del Estado (que es el monopolio de la

violencia y, por ello, en última instancia, se trata de herramientas

militares) en la vida civíl, en lugar de en el campo de batalla. La

paz es lo que ocurre cuando 'nuestros' soldados regresan del frente:

las armas ya no están en el campo de batalla, sino en casa. Están

ahora en nuestras calles, en nuestras fábricas, en nuestras escuelas

... con todos los reflejos condicionados, miedos y manías paranoides a

los que da lugar un estado de estrés post-traumático al que lleva el

regreso. Y ese estado, el Estado de paz (de derecho, del bienestar

...) llega tan lejos como alcance la ley, protegida por ese uso de la

'legítima violencia'. El Estado se vuelve

policial. Delincuencia. Putas. Corrupción. Todo tipo de abusos de

poder. De los más fuertes a los más débiles. Por supuesto:

heteropatriarcal y racista, dos sesgos consustanciales tanto al Estado

como a la picaresca surgida entorno a los campamentos militares y sus

estrategias represivas de control. A este respecto puede verse cómo en

las más modernas tecnologías de vigilancia, los algoritmos empleados

han perpetuado dichos sesgos en una web colonizada por la empresa

privada y fiscalizada por el derecho mercantil.


La paz no es lo contrario de la guerra, sino su reverso. La paz

necesita tanto de la guerra como la guerra de la paz. Son las líneas

que demarcan, que transforman un estado de cosas en un Estado

político, convierten posesion en propiedad, homologan la riqueza

acuñando moneda y marcan con ella todas las cosas como si fueran reses

en una feria, en sus mercados, en sus comercios.


La revolución, no ya como paroxismo, sino como estado permanente (que

no Estado político) no puede caer en esa dialéctica entre guerra y

paz, puesto que la paz es una forma de guerra y la guerra una forma de

paz. Un estado sin paz ni guerra, tal cosa es la revolución: un

prolongado estado de anarquía. Tal es el sentido con el que se habla

aquí de revolución permanente: estado opuesto al Estado, una suerte de

estado de equilibrio anárquico. La idea de revolución permanente de

Trotsky es compatible, pero no se asumen aquí sus presupuestos

marxistas en ningún momento. Sí se asume su internacionalismo,

entendiendo nación como aspiración estatal por definición. Sólo de

esta manera puede erradicarse la maquinaria de guerra en la vida

civíl. Los conflictos existirán siempre. La clave radica en que en las

estrategias de resolución cada ciudadano sea autónomo a la hora de

constituír reglamentos de convivencia (contratos, en lugar de

Contrato), y no dependiente de instituciones con poder coercitivo.


Pero esa revolución debe ser autosuficiente. Ahí está la gran idea que

se extiende a lo largo y ancho de "La Conquista del Pan": una

revolución sin pan debería ser pacificada, mientras que una revolución

autosuficiente no llevará por sí misma a un estado de guerra civíl y

no deberá ser, por tanto, pacificada. Se trata de una idea discutible

en muchos aspectos, pero en esencia su mera posibilidad, esto es, que

una revolución no necesariamente deba ser pacificada, es de lo que

depende la posibilidad de una transformación social auténtica.


En la 'pedagogía por el hecho' encontramos la violencia y la

convivencia fundidas en un abrazo que poco tiene de dialéctico: el

pistolerismo y los ateneos forman parte de ese mañana que habita en

los corazones de todos los anarquistas de la Revolución del 36. Ese

estado de revolución permanente se incardinó en las colectivizaciones,

pero tal vez la revolución no estuvo lo suficientemente madura como

para soportar una guerra civíl en el momento mismo de su

nacimiento. La necesidad de pacificarla, acabó con la ventaja

anarquista.


Esa pedagogía no enseña otra cosa que la 'acción directa', que es la

única herramienta política legítima en ese estado de revolución

permanente. El consenso sustituye la maquinaria de guerra, extirpando

necesariamente el 'imperium' del derecho penal y la 'propiedad' del

derecho civíl: las dos formas de dominación, en la guerra y en la paz.


La acción directa no es sólo política. También es económica cuando se

federa sindicalmente. Y la 'autogestión' debe ser el fin último de esa

economía, de manera que la revolución sea autosuficiente y no deba,

por tanto, ser pacificada.


Por todo ello, no es la paz, sino la revolución a lo que debe aspirar

cualquier ciudadano que aborrezca la guerra en todas sus

manifestaciones (tanto en su Estado de guerra como en el de paz). De

otra manera se encontrará tarde o temprano, como cualquier soldado,

entregando su vida por los privilegios de los demás. Lo contrario a

revolución será, eventualmente, una forma más o menos edulcorada de

fascismo.



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